En su estudio del castillo de San Carlos de la Barra, en Maracaibo, el gobernador español Francisco de Verdugo y Boltón abría, impaciente, su voluminosa correspondencia.
Llegó a la misiva que más le interesaba: la respuesta del Consejo de Indias a su petición de refuerzos para la ciudad, amenazada por los piratas.
Tomó su abrecartas de marfil y rasgó el sobre. La carta era tan desalentadora como breve. Tan sólo decía: “Paco, sé fuerte.”
El gobernador resopló y alzó la vista hacia la entrada de la cámara. Allí estaba su sobrina, Rosa Boltón, de los Boltón de la Rioja, cuya mansión familiar era conocida como “Castillo Terror” por los campesinos de la comarca. Era la única pariente de Francisco de Verdugo que se había atrevido a acompañarle cuando el rey Carlos II le envió a esta gobernación en las Indias.
(No hay más que ver la cara del perro para darse cuenta de lo malvada que es su dueña)
—¿Qué nuevas hay de Castilla, tío?—
—Los refuerzos más cercanos que han de enviar llegarán a la isla de la Gomera. En fin, era de esperar. Ya tienen bastante con lo que lidiar allá en las Españas. ¿Cómo vais con el prisionero? ¿Podemos pasarle ya a Fase III?
—Sí, tío. Ya está harto preparado para terminar su confinamiento y cumplir nuestra misión en el exterior.
—Excelente, Rosita, excelente. Vamos para allá, pues. Si no podemos defender esta plaza con la fuerza, tendrá que alcanzarnos con la astucia.
Francisco y Rosa dejaron las estancias palaciegas, atravesaron el cuarto de guardia y finalmente, descendieron a las lóbregas mazmorras del castillo.
Finalmente, llegaron ante el calabozo que buscaban.
—Buenas noches, guapa. Soy Rosa, vuestra amiga. Mirad, ha venido mi tío a veros también.
Una voz quebrada, de estar en las últimas tanto física como mentalmente, contestó:
—Ho… hola ama. Me alegro de verla.
—Mira, hija. Tenemos una encomienda para vos. Mi sobrina dice que sois de fiar. Que vuestro corazón le pertenece. —Habló Don Francisco. La prisionera contestó:
—Sí, así es, señor gobernador. Rosa es mi única amiga y confidente. Gustosamente moriría por ella.
—Bien, hija, eso está muy bien. Pero más importante aún: ¿matarías por ella?
—Claro, Excelencia. Quien puede lo más, puede lo menos. Si estoy dispuesta a morir, ¿no he de estar dispuesta a matar, que me es menos gravoso?
—¡Así se habla! Ahora veo que eres de fiar. Pues bien, hará cosa de dos años, un filibustero inglés, un tal Terence Pratchett, maldita sea su estampa, sorprendió a mi mejor bergantín, el “Infanta de Teruel”, mientras carenaba en aguas de Isla Pequeñita. El rufián, que gracias a Dios ya arde en el Infierno, pues unas fiebres se lo llevaron al poco, se llevó el navío a la Isla Tortuga y desde entonces atormenta el Caribe español. Vos habéis de enrolaros en el “Infanta de Teruel”, y con mucho disimulo, matar uno a uno a su capitán y oficiales. Luego habéis de izar esta bandera con la cruz de Borgoña y os dirigiréis al puerto español más cercano para rendir el navío. Tomad también esta patente de corso, veréis que está firmada nada menos que por el almirante Arturo Pérez-Recalde. Será vuestro salvoconducto para que las autoridades españolas no os ahorquen a todos nada más pisar tierra. ¿Lo habéis entendido, hija?
—Sí, perfectamente, Excelencia. Y una vez cumplida la misión… ¿qué me espera?
—Si cumplís vuestro cometido, os prometo una medalla y una paguita mensual de por vida. No será suficiente para cumplir el ideal de todo español, cual es vivir sin trabajar, pero os aseguro que no habéis de pasar necesidad el resto de vuestra vida. Y probablemente tengamos más misiones para vos, si en esta nos cumplís bien.
Don Francisco y Doña Rosa salieron del calabozo, dando orden de que se vistiera y armara a la presa como bucanera, y que se la soltara en aguas de Jamaica. Rosa sonreía para sus adentros. Ella tenía también otro plan para recuperar el “Infanta de Teruel.” Si el plan de su tío se basaba en la muerte, el suyo se fundaba en el amor. Pues ella se había asegurado de que en el “Infanta de Teruel” se enrolase una peligrosa Celestina…